Me sentía rara, me faltaba el aire. A veces sentía que el corazón me latía tan fuerte que se me iba a salir del pecho. O quizás por la boca; quizás así explicaba las náuseas y las cosas raras en el estómago que me daban ganas de vomitar.
Me sentía enferma. Con un virus desconocido por mis anticuerpos. Algo me estaba matando por dentro.
En mi cabeza también estaba. No podía dormir porque en mis sueños también aparecía.
Sentía que me estaba muriendo.
Me senté en la sala de espera, pero no venía nadie, y los que pasaban no me podían ayudar. Nadie me entendía, y sin embargo me moría.
¡¿Cómo puede ser que no haya un médico en este hospital que pueda curarme?!
Me levanté como pude y me fui a otra sala, en otro lado; también pasé por lo mismo.
Otra vez nadie pasaba y el que pasaba me tenía de aquí para allá, enfermandome un poco más. Nadie me curaba. Nadie me entendía. Nadie me escuchaba.
Ya estaba cansada. Agotada. Aburrida, pero necesitaba saber qué me aquejaba.
¿Por qué no puedo estar en paz?
Así fue que, como pude, me volví a levantar y me fui -casi desesperada- a la sala de emergencia de un hospital nuevo en el lugar. Estaba lleno. Todos me querían atender.
Me asusté por tanta gente, y cuando vi al doctor sonreír pensé que él me iba a decir qué tenía. Pensé que me iba a salvar.
Vos no te estás muriendo, este no es tu momento, ni el lugar.
Dijo con su mirada de ojos color miel, sin siquiera abrir la boca.
Y así me salvé.
Quizás fue su sonrisa, o quizás yo no estaba enferma. Quizás tampoco me estaba muriendo, pero qué loco cómo un Hola puede salvarte del delirio, y sacarte de la oscuridad.
Lourdes