El fuego de la vela que daba luz a la sala de esperanzas, en aquel lugar donde todo era cálido y posible, donde los sueños se hacían realidad.
Se apagó.
Todo quedó a oscuras, y el peso de la noche empezó a intensificar la gravedad. De pronto se hundía cada parte de mí, presión en mi pecho; en esa inmensidad de la nada misma de la noche oscura, sin una pizca de luz de aquel fuego.
Se apagó.
Y un frío recorrió mi espalda. El invierno cayó de golpe y no había abrigo que llegue a tapar. Me hacía frío, estaba todo oscuro y me estaba hundiendo.
Cada vez me hacía más y más pequeñita, que me perdía en la inmensidad de esa habitación oscura.
Hasta que me armé de valor y salí, como pude, de aquel pozo que me tragaba; a la nada me arrastraba; y me fui.
Busqué el camino y me encontré con el sol levantando sus manos hacia mí. Volvió el calor con un abrazo, y entendí que ya nunca más iba a haber oscuridad a su lado.
Sin embargo, no hubo rastro de aquel fuego que se extinguió con la fuerza de un manotazo; que tiró la vela y todo lo que podía hacerlo encender nuevamente.
Aquel fuego se apagó. No existe más.
Es tiempo de caminar junto al sol que ilumina mis días, y nada más importa ya.
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